Alma esférica: un mes sin Yvonne Domenge

Alma esférica: un mes sin Yvonne Domenge

La pelota de ligas que sin romperse une los recuerdos

Mi madre también se llama Yvonne, pero con “I”. Yo todavía aprendía las vocales cuando pude conocer a la escultora Domenge.

En un complejo habitacional poblano hay varias de sus obras. Mi padre, que no se llama Yvonne, decía que las monumentales esculturas eran como pelotas de ligas. Yo decía que eran corazones, y que eran esféricos. “Sí, hijito, también puede que sean esferas”. Creo que no le bastó mi comparación soñadora para darme algo de crédito. Nadie le cree a quien apenas está aprendiendo a distinguir la I de la Y, y menos a quien confunde el arte con un latido.

Escribo con mucha pena estas líneas, porque yo no sabía que Yvonne era Yvonne Domenge hasta que supe que era inútil despedirse. La ruta para ir a casa de mi padre, ese queridísimo amigo mío, zigzagueaba los caminos llenos de montecitos de pasto, sobre los cuales, de vez en cuando, se posaba una gran esfera incompleta. “Hijito, las esferas no tienen huecos”. Tampoco se supone que lo tengan los corazones, papá, y míranos. Muchos años después del debate por definir si eran pelotas de ligas o las redondas almas de dragones gigantes he venido a escribir sobre la mujer que trazó las primeras aventuras de la imaginación que aún conservo.

Un domingo, sin conocer aún ni la conjugación de los verbos, me lancé a nombrarlo todo como un Adán: “¡Y la esfera roja se llamará Fuegósforo! ¡La blanca será Nieve de Copo! La verde…”, y esperaba con un puchero lo que siempre decía mi papá: “La verde es la pelota de ligas”. Solo una vez cedí al nombre que para mí era una ofensa, una falta de imaginación tremenda; esa desgracia cuando en lo extraordinario y cósmico se ve nomás que algo cotidiano.

“Circontinuo”

La esfera verde fue la que creció conmigo, más que ninguna otra. Hoy me entero de que todas tienen nombre: la roja se llama “Clythia”; la blanca, “Dimensiones estelares”. Otras, como la azul y otra que igual era roja, nacidas sin nombre a mi infantil parecer, habían sido bautizadas de mil maneras durante las tardes de los domingos, cuando era hora de despedirme de mi padre. Resulta que una se llama “Flor de abril”. La otra, la roja, la perfecta, a la que le sonreía por verla siempre en el mismo lugar, se llama “Fulereno”. No sé qué sentir ahora. Conozco al fin el nombre de las cosas innombrables, incluyendo el deseo de nunca haberlo sabido.

¿Y la esfera verde? Se llama “Circontinuo” (definitivamente me gusta más que “la pelota de ligas”). Pero sí, papá, quizá algo tengas de razón. Algo tiene de liga esa esfera que une los recuerdos lejanos sin romperse. Hasta aquí se ha estirado esa escultura que tanto nos hizo conversar, sin saberlo, de arte. Estoy ligado a Yvonne Domenge desde hace muchos años, y hasta hace un mes lo supe. Ahora no podré mirar la esfera sin encontrar los huecos. Descubrí una nueva carencia dentro de mí, querido padre. ¿Soy ahora también una pelota de ligas?

A Yvonne voy a recordarla como el primer libro de infancia que hoy ha desaparecido. Quizá ahora le platique a mi madre que hubo —el verbo así conjugado duele— una mujer escultora, y que mis sueños de niño, gracias a ella, tuvieron la arquitectura de una esfera. “Es con Y”, le diré cuando empiece a apuntar su nombre con tinta en una servilleta, y yo, mientras tanto, haré el recuento de mis ausentes.

Por favor, acudan al sitio web de la artista: http://www.domenge.com/. Lo demás está escrito.— David Mayoral Bonilla para “El Macay en la cultura”

Fuentes: Diario de Yucatán